
En el segundo siglo de la dominación árabe gobernaba en Toledo un mancebo veletudinario, Yúsuf-ben-Amrú. La cólera del pueblo era furibunda, porque el desvergonzado y gamberro púber, en vertiginoso torbellino de vicio, sólo atendía al más relajado libertinaje, atropellando en desbocadas orgías y desaprensivos burdeles a jóvenes núbiles que burlonamente abandonaba después. En su obtuso cerebro, turbado por la lascivia, ni cabían más que cobardes pensamientos, ni bullían más que bastardas venganzas.
Consideraba a sus vasallos como a un rebaño de borregos, hasta que, alborotados, levantaron rebelde bandera e hicieron saber al Califa sus quejas. Absorto y boquiabierto el Califa ante la veracidad de las graves acusaciones, tuvo que destituir al aborrecido y bigardo Yúsuf, y nombró para sucederle al padre de éste, valeroso caudillo sarraneco, que, en cuanto recibió la venia del bravo AlhaKen, partió obediente para Toledo.
Ávido de vengar a su agraviado hijo, procuró, sin violencia, inspirar previa confianza. Convivió con los mismos nobles, apareciendo como el salvador de los toledanos. Con un fútil pretexto y con excesiva amabilidad, organizó, el año 805, un banquete en su palacio, situado cerca de Montichel, donde hoy se extiende el barrio de San Cristóbal. ¡El bilioso volcán, incubado con ira y soberbia, estaba, al cabo próximo a desbordarse!.
Se iba a improvisar uno de los hechos verídicos más horriblemente perverso de la historia de Toledo, que se ha vulgarizado con la frase proverbial de “Una noche toledana”. Apenas las sobras de la noche cubrieron el cielo, empezaron a arribar, en jovial, divertido y bullicioso tropel, los obsequiados varones y las damas mahometanas, vestidos con gran boato y aviados con las más valiosas joyas, seguidos de sus servidores, que los alumbraban con reverberantes teas. Los cortejos que desembocaban en Montichel absorbieron la curiosidad de los habitantes, que entreabrían sus puertas y ventanas a su paso y ocupaban las calles de boto en bote.
El atrabiliario y altivo Amrú había colocado su carnívora guardia de jayanes oculta en uno de los patios que servían de vestíbulo. Al dar cabida a los invitados, que se abalanzaban sobre los desprevenidos caballeros sin pronunciar una sílaba, barriendo a los moribundos a una laberíntica cueva de pavimento embaldosado, donde se hacinaban los cadáveres en revuelto acervo. ¡Nadie adivinaría que a la mañana siguiente, como prueba de los protervos sentimientos y de la incivilidad del bárbaro Amrú, aparecían clavadas en las altas almenas de su palacio, con ojos vidriosos y vista empañada por el velo de la muerte, las lívidas cabezas de cuatrocientos señores toledanos!
Juan de la Vega Carrobles

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